El Día del Corrector de Textos
A la hora de preparar un libro para que sea publicado, son muchos los profesionales que entran en juego (o muchas las labores que deben desempeñarse). No hablaremos hoy de la del escritor, cuya función resulta más que obvia en el periplo que supone publicar un libro, ni tampoco del editor, cuya labor ha permitido que desde hace siglos tengamos a nuestra disposición obras que de otra forma habrían pasado inadvertidas. No hablaremos tampoco de maquetación, ni de ilustración y diseño de portada, temas que dejaremos para otro día. Hoy, Día Intenacional del Corrector de Textos, hablaremos de una de las figuras más invisibles, pero también más importantes de todas las que forman parte del proceso de publicación de un libro: la del corrector de textos.
Este día se celebra el veintisiete de octubre debido a que fue la fecha en la que nació Erasmo de Róterdam. Este hombre, uno de los más importantes filólogos y humanistas que ha dado la Historia, vivió entre el siglo XV y el siglo XVI, durante la época de la conquista de América, acontecimiento que marcó, más o menos, el final de la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna; el mismo siglo XVI en el que vivieron Shakespeare y Cervantes, los dos gigantes de la literatura universal, aunque ambos fueron posteriores a Erasmo de Róterdam.
Este importante erudito cuenta, por cierto, con una larga lista de publicaciones, compuesta en su mayor parte de ensayos teóricos y estudios humanísticos. Su labor, además de enfocada a la escritura, estuvo también muy relacionada con la edición y la corrección.
No me extenderé mucho, pues hoy es un día de celebración y a nadie le apetece leer largos textos sobre lo importante que es un corrector, ¿verdad? Lo que sí haré será obsequiaros al final de esta entrada con un fragmento de El Quijote, sin más ánimo que el de que os echéis unas risas con la literatura en este día. ¡No hay mejor forma de celebrarlo!
En fin, a lo que iba. Os hablaré de la importancia del corrector, sí, pero lo haré no desde mi posición de corrector, ni tampoco de escritor o editor. Lo haré desde mi posición de lector, porque, al final, por encima de todo soy lector. Y como lector os puedo contar que cuando leo una novela cargada ya no de faltas de ortografía, sino con una mala redacción, con sintaxis confusa, con construcciones de frases caóticas y con estructuras que convierten la lectura en una farragosa y pesada odisea más que en un ligero placer, no puedo disfrutar de dicha lectura. No importa la calidad que tenga la historia, no cuando leerla supone un suplicio a causa de la mala redacción y las faltas de ortografía. No soy partidario de abandonar lecturas ya empezadas por poco de mi agrado que resulten, llamadme loco, pero confieso que, cuando lo he hecho, con más frecuencia ha sido por una dificultosa lectura que por una historia mediocre. Porque al final la historia es una historia, sea mediocre o excelente, y es la historia que el autor ha querido compartir con los lectores. Eso para mí ya es algo, y solo por eso haré el esfuerzo de leerla incluso aunque no sea de mi gusto. La mala escritura, en cambio, no solo es algo que puede (debe) corregirse, sino que, tal y como yo lo veo, es una muestra de desinterés del autor hacia su obra. Porque no sé vosotros, pero cuando yo escribo algo procuro dar lo mejor de mí mismo y ofrecer un producto de la máxima calidad posible. Lo contrario sería una falta de respeto para aquel que se toma la molestia de leer mi texto. Y no, no es una excusa que uno no cuente con los conocimientos necesarios para dar esa calidad al texto. Ese, a fin de cuentas, es el motivo por el que existe la figura del corrector de textos.
Pues ya está. Tened todos un feliz Día del Corrector de Textos. Y ahora, como prometí, os dejo con un fragmento de El Quijote. ¡Es mi peculiar manera de celebrar con vosotros este día!
JOAQUÍN SANJUÁN
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural (que es lo que más se debe creer), a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos; tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho eso (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia), le sobrevino otro mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito ni ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado, que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote, y dijo:―¿Qué rumor es ése, Sancho?―No sé, señor ―respondió él―. Alguna cosa nueva debe de ser; que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que algunos no llegasen a sus narices; y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos, y, con tono algo gangoso, dijo:―Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.―Sí tengo ―respondió Sancho―; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?―En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar ―respondió don Quijote.
El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha (Miguel de Cervantes)