Relato: La gata Alpargata
12.05.2023
Aquellos
que lleváis un tiempo siguiéndome y que conocíais mi antiguo blog,
ahora desaparecido, recordaréis los breves relatos que escribí con
La Gata Alpargata como protagonista. Estos relatos se convirtieron en
uno de los contenidos más leídos de dicho blog, y durante un tiempo
publicaba de forma regular esos breves textos en clave de humor,
textos que siempre eran muy bien recibidos entre los lectores de la
página. ¡Incluso participé con uno de esos relatos en la antología
literaria Mayores
sin complejos,
un libro benéfico que editó y distribuyó el grupo Generación
Bibliocafé de
Valencia, y cuyos beneficios fueron destinados a ayudar a la tercera
edad!
Han pasado años
desde todo aquello, y en particular son seis los transcurridos desde
la publicación de la ya descatalogada antología benéfica. Así que
ha llegado la hora de rescatar todos aquellos textos para ofrecerlos
en esta nueva página, a fin de que todos aquellos que hayan empezado
a seguirme desde entonces tengan oportunidad de leer los relatos que
tanto gustaron en aquel momento. ¡Y también para que puedan volver
a leerlos quienes entonces los seguían semana a semana!
A
continuación os dejo uno de los relatos, en concreto el que formó
parte de la antología benéfica Mayores
sin complejos.
Respecto a los demás relatos, podréis encontrarlos en un pdf
descargable al final de esta misma entrada. ¡Por cierto!
Encontraréis que algunos momentos del relato aquí incluido aparecen
también en alguno de los otros relatos. Eso se debe simplemente a
que, de cara a escribir el texto que participaría en la antología,
quise incluir en él algunos de los gags
que
más gustaron a los lectores de los relatos originales. ¡Solo espero que
disfrutéis de ellos tanto como en su momento disfrutaron los
lectores de entonces!
Por cierto, la gata Alpargata es real. O lo fue, pues, lamentablemente, falleció con doce años. Allá donde esté, espero que tenga rayos de sol para calentarse, gambas para comer y tobillos para morder. Eran las tres cosas que más le gustaban. Menuda era.
LA GATA ALPARGATA.
Hola,
humanos. Mi nombre es Alpargata, aunque me llaman Gata para abreviar,
y soy una increíblemente adorable gata negra. Mi humano es de esos
extraños especímenes que se dedican a escribir y tienen la casa
llena de cosas de papel que son muy entretenidas de morder, como
libros o cuadernos.
Pues
bien, estoy aquí para contaros una historia, una sobre mi terrible
archienemiga. Que no os extrañe que siendo un gato escriba
historias. ¿Nadie se ha dado cuenta hasta ahora del gran número de
escritores que tienen gato? ¿De verdad os pensabais que era solo
casualidad? No, amigos, no. Nos tienen porque la mitad de las veces
somos nosotros los que hacemos el trabajo. En serio. Aunque he dejado
que mi humano me ayude, le gusta sentirse útil y yo soy así de
generosa.
A
lo que iba: mi archienemiga. Os hablo de la abuela de mi humano o,
como yo la llamo, La Abuela. Ya sé, ya sé. ¿Cómo puede una
adorable ancianita causarme terror? He de admitir que hasta a mí me
resulta algo raro a veces. Recuerdo como si fuese ayer mismo el día
en que la conocí: ella estaba sentada en una silla, con su aspecto
de abuelita encantadora, cosiendo unas cortinas que precisamente se
me habían roto a mí (nunca entenderé por qué los humanos las
hacen tan frágiles, luego se me rompen en nada jugando a trepar),
cuando yo, repleta de curiosidad por ese nuevo humano que había
invadido mi hogar, entré en la habitación. Confiada en mi
particular encanto y patentada monería, que suele causar furor entre
las hembras humanas, me acerqué a ella y comencé a restregarme en
sus piernas para marcar mi territorio. Sin embargo en lugar de
articular los habituales "aaaaaah", "ooooh", "huyyyyy" y
otros alardes de expresividad y vocabulario humano, como suele ser lo
normal, me lanzó una mirada indiferente y dijo: "¿Sabes, gatito?
En la postguerra comía bichos como tú". Y claro, me entraron los
sudores fríos. Fue entonces cuando le declaré la guerra.
Debéis
saber que los felinos somos los más eficientes depredadores del
mundo y como tales tenemos un proceso muy específico que seguimos
ante cualquier presa. Así que, ni corta ni perezosa, lo puse en
práctica con la propia Abuela, deseando vengarme de ella por sus
terribles palabras.
La
primera fase es la de acecho y observación. Veréis, si queréis ser
capaces derrotar a un enemigo, a cualquier enemigo, es importante
conocerlo bien y saber de qué es capaz. Así pues dediqué una larga
hora a perseguir a la Abuela por toda la casa, siempre lo
suficientemente lejos para poder escapar de la zapatilla pero lo
bastante cerca para no perderme ni uno solo de sus movimientos. Fui
testigo de cómo la afanosa mujer, aprovechando la ausencia de mi
humano, iba de habitación en habitación trajinando, ordenando algo
por aquí o pasando un trapo por allá. Digo que aprovechaba la
ausencia de mi humano porque este nunca le deja hacer esas cosas, es
un poco egoísta y prefiere hacerlo él, aunque deja que yo le ayude.
Pero eso es un tema para otro día. El caso es que era tanto el
entusiasmo de la mujer que acabó incomodándome, no os digo más. Ya
sabréis que dicen que los gatos somos una de las criaturas más
limpias del mundo, pero os juro que viendo trabajar a La Abuela me
sentí sucia, muy sucia. Tanto que acabé por irme a un rincón a
lavarme yo sola, no fuese a fijarse en mí también y me pusiera a
remojo.
El
segundo y fundamental paso es intimidar. Intimidar a un enemigo
consiste en hacer que su corazón se llene de pavor ante tu mera
presencia, que sepa que le has elegido como presa y comprenda que en
cualquier momento caerás sobre él con todo tu poder, ferocidad y
monería. De esta manera tu presa vive con miedo y cuando finalmente
comienzas el ataque ya partes con ventaja, pues ha aceptado que va a
ser cazada. El único problema es que La Abuela decidió que era un
buen momento para fregar la casa. Todavía no consigo recordar bien
lo que pasó, pero el caso es que cuando quise darme cuenta estaba
subida en lo alto de la lámpara del salón, bien agarrada y
observando con fingida indiferencia a la hacendosa mujer, quien de
tanto en tanto me lanzaba divertidas mirabas y me explicaba con todo
lujo de detalles nada agradables lo que me haría si me atrevía a
pisarle lo fregado. El lado bueno fue que gracias a eso descubrí que
la lámpara no es un mal sitio para echar una siesta. Cuando bajé de
allí, un par de horas más tarde, me di cuenta de algo: la segunda
fase había sido un absoluto fracaso. ¿Estaba acaso condenada a ser
derrotada por La Abuela?
No
me rendí a pesar de las dificultades y decidí emprender la tercera
y última fase: era el momento de iniciar la cacería.
Dicen
de los gatos que tenemos una gran paciencia, y es totalmente cierto.
Tardé mucho en encontrar el momento adecuado para atacar, pues sabía
que no podía permitirme ningún otro error, por pequeño que fuese,
o fracasaría. El momento elegido fue en el que vi que se encontraba
más indefensa y vulnerable: cuando estaba viendo lo que ella llama
telenovela, cómodamente sentada en mi sitio del sofá. ¡En mi
sitio! Era el desafío final y tenía que hacerle entender a La
Abuela quién mandaba allí, así que me puse manos a la obra y me
deslicé despacio y en silencio por todo el salón, moviéndome
siempre por las sombras y utilizando sofás, sillas y mesas como
cobertura hasta que conseguí acercarme lo suficiente. Entonces me
agaché, saqué culo, me preparé... ¡y salté sobre las piernas de
La Abuela! He usado ese mismo truco cientos, puede que miles de
veces, y todas y cada una de ellas he obtenido un grito asustado de
la presa, en ocasiones acompañado por un saltito de lo más
gracioso. La Abuela, en cambio, se limitó a bajar la mirada mientras
yo roía su pierna entusiasmada y, como si no sintiese dolor alguno,
sonrió mientras se quitaba la zapatilla muy despacito.
Al
final la telenovela no estaba mal. Lo sé porque la vi desde lo alto
de la lámpara, donde regresé para escapar de La Abuela y su
zapatilla. Estuve otro par de horas allí subida y aunque de tanto en
tanto lanzaba miradas a mi enemiga para ver si estaba distraída y
podía huir, ella de alguna manera lo sabía y cogía de nuevo la
zapatilla, convenciéndome con el mero gesto de que allí arriba
estaba estupendamente.
El resto de la tarde
volví a la primera fase, la de observación, pues comprendí que
había muchas cosas que todavía no entendía sobre La Abuela. Todo
iba bien hasta que la encontré sentada en una silla junto a la
ventana, mirando hacia el cielo con ojos tristes. Me acerqué a ella,
pero en esa ocasión no hizo amago alguno de intentar quitarse la
zapatilla, por lo que supe que algo le pasaba. Como no sabía qué
otra cosa hacer me subí en su regazo de un salto y me acomodé sobre
sus piernas, ronroneando. Aunque al principio se sorprendió no tardó
en empezar a acariciarme, y allí nos quedamos, reconfortándonos el
uno al otro después de todas esas aventuras. Ya habría tiempo al
día siguiente para volver a perseguirnos.
JOAQUÍN SANJUÁN