Kings of War: Fuerte Levante

23.11.2021

Hoy, con motivo del Torneo Batalla por Levante de Kings of War del 4 de diciembre en Valencia, os traigo un breve relato que he escrito especialmente para la ocasión. ¡Espero que os guste!

FUERTE LEVANTE

El viento y la lluvia fustigaban sin descanso al ejército que formaba ante el Bosque de las Lanzas Rotas, todos ellos en perfecta formación y en aún más perfecto silencio. Demasiado silencio, de hecho. Pero no era de extrañar, pues eran los muertos quienes marchaban en tenebrosa y oscura danza de muerte. Cientos de cuerpos sin vida, reanimados por poderes prohibidos, se erguían con sus miradas vacías perdidas en el horizonte, a la espera de la orden que les hiciese marchar hacia el enemigo. Era un ejército surgido de la muerte, y muerte sería lo único que dejaría a su paso.

Los muertos marcharon. Lo hicieron de pronto, sin que voz alguna diese la orden. Avanzaron como un único ser, todos ellos dando paso tras paso al mismo tiempo, pues una única mente era la que los controlaba, oculta tras las hordas de siniestras marionetas. Sin embargo, las tétricas hordas no estaban solas. Junto a soldados y jinetes, junto a los restos de ejércitos caídos y después alzados para combatir una vez más, incontables espectros y seres fantasmales fluían por el aire como suspiros en un huracán.

El Bosque de las Lanzas Rotas recibió la tenebrosa marea. Los muertos avanzaron entre los árboles, sin inmutarse por ramas o arbustos espinosos que habrían entorpecido la marcha de un ejército vivo. Si bien era cierto que ellos avanzaban despacio, también lo era que lo hacían de forma tan imparable e inevitable como la propia muerte.

Un cuerno de guerra resonó entre los árboles, y después se escuchó otro. Un trueno rompió el negro cielo, como si los propios dioses respondiesen a la llamada, e iluminó el incansable avance del ejército muerto. Fuerte Levante ya podía verse sobre los árboles, al otro lado del bosque, y sus guardianes marchaban a la guerra en apretadas formaciones de guerreros acorazados.

Pequeños grupos de enanos surgieron de entre los árboles, cubiertos con ropajes del color del bosque y portando ballestas en las manos, desde las que lanzaron una lluvia de virotes sobre el ejército muerto. No fueron pocos los enemigos que cayeron ante su ataque, quebradas testas o rodillas, pero no hubo ni un solo grito, ninguna queja o muestra de dolor. La marea no-muerta simplemente siguió adelante, impasible ante la suerte corrida por aquellos que eran derribados y posteriormente aplastados por las pesadas botas de los exploradores.

La lluvia de virotes prosiguió, aunque los enanos eran muy conscientes de que hacían escaso daño a la inmensa horda con su ataque. Por eso, cuando esta se detuvo a mitad de un paso y los cadáveres desviaron sus vacíos rostros hacia sus atacantes, estos supieron que se encontraban en serios problemas.

-¡Mantened la posición!

La orden del oficial no era necesaria, pues todos ellos sabían que, si no detenían al ejército muerto, pronto no quedaría piedra sobre piedra en Fuerte Levante. Así pues, resistieron el miedo y continuaron disparando. Tan solo cuando los muertos vivientes estuvieron tan cerca de sus enemigos que estos podían ver los gusanos que asomaban por su cuerpo descompuesto, los montaraces finalmente dieron la vuelta y echaron a correr.

En su huida los pequeños grupos de exploradores confluyeron en un claro, a los pies de una pequeña colina, y tomaron la posición, decididos a vender caro cada palmo de bosque que el tenebroso ejército reclamase. A lo lejos podían escucharse cuernos y tambores de guerra, sonidos que insuflaron valor en los corazones de los enanos, pese a que sabían que sus aliados no llegarían a tiempo. Así pues, cuando una ingente cantidad de cadáveres andantes llegó al claro tras ellos, todos ellos envueltos en un silencio tan sepulcral como antinatural, los enanos, sin más, arrojaron sus ballestas al suelo, pintaron ceños fruncidos y cargados de determinación en sus rostros, y desenfundaron hachas, mazas y espadas. Había llegado la hora de la verdad.

A cierta distancia del choque, un jinete oscuro observaba cómo se desarrollaban los acontecimientos, rodeado por sus mejores guerreros, antaño grandes caballeros que lucharon por la vida y ahora espectrales jinetes que combatían por la muerte. La ironía le parecía deliciosa.

-Cargad.

Fue solo un susurro, pero no hizo falta más. Los jinetes espectrales, cuyo frío toque era capaz de segar una vida con la misma facilidad con que una guadaña siega el trigo, partieron a galope tendido y envueltos en sobrenaturales lamentos hacia los exploradores que combatían contra la horda de cadáveres. Sus monturas, criaturas fantasmales con ojos de fuego, atravesaron piedras y árboles sin inmutarse, mientras rielaban como niebla etérea e insustancial; una niebla que se alimentaba de vida.

Entonces un grito de desafío surgió de entre los árboles, y los jinetes espectrales volvieron su atención hacia allí. Un único enanosurgió de entre la oscuridad a lomos de un enorme oso negro; el campeón portaba una pesada maza con la que señalaba a los seres de ultratumba.

-Venid a por mí, malditos -gruñó entre dientes-. Si queréis Fuerte Levante, venid a por mí.

La caballería espectral, a una voz, lanzó un penetrante grito que parecía surgir del mismísimo abismo infernal, un alarido capaz de infundir el temor en los más valientes corazones, y se lanzó a la carga contra el solitario campeón. Este, al verlo, simplemente sonrió.

»¡Conmigo! -gritó.

Durante un instante no sucedió nada, pero entonces el propio bosque pareció apartarse a su espalda y de entre los árboles surgieron feroces y vociferantes enanos berserkera lomos de lobos, osos y tejones gigantes; salvajes criaturas, tanto jinetes como monturas, que no pensaban quedarse a un lado mientras sus aliados luchaban por Fuerte Levante. En torno a ellos docenas de feroces perros de guerra corrían y ladraban, excitados por el frenético combate que se avecinaba. Los jinetes alzaron sus armas hacia la tormenta, y brillaron runas de poder en sus hachas, mazas y espadas. Eran jinetes salvajes; bárbaros luchadores que habían entrado en comunión con sus animales totémicos. No había nada que pudiera asustarlos, pues sus mentes, arrastradas por la ira, estaban más allá de todo pensamiento racional.

El choque entre espectros y jinetes salvajes fue brutal.

El jinete oscuro escupió una maldición, incapaz de comprender cómo era posible que esos malditos enanosle causasen tantos problemas. Sin embargo, ¿qué más daba? La situación se había complicado, eso era cierto, pero todavía le quedaba un as en la manga, uno que sus enemigos no serían capaces de derrotar.

El poderoso nigromante entonó una siniestra melodía, una canción de muerte y perdición, y, como respuesta, la tierra se agrietó frente a él para dejar paso a una monstruosa mano, tan grande que podría abarcar a varias personas; estaba cubierta por incontables rostros que gemían y que se lamentaban, por cuerpos y almas atrapados para dar forma a la más aberrante de las criaturas, a un golem de la no-vida. Un brazo siguió a la mano, y después una testa, cuyo rostro era una amalgama de rostros diminutos; un ser de muerte y corrupción, una monstruosidad de pesadilla que pronto se alzó por encima de los árboles, envuelto en plañidos y lamentos. El nigromante, satisfecho, se desvaneció en una nube de oscuridad para reaparecer sobre el hombro de su creación, a la que susurró palabras de poder. La criatura se volvió hacia los enanos, los protectores de Fuerte Levante, y avanzó hacia ellos con pasos pesados, pero un monstruoso bramido hizo volverse al nigromante, quien, al ver lo que estaba a punto de darles alcance, se agarró con fuerza a su creación, consciente de que se avecinaba un duelo de titanes y de que, si no tenía cuidado, terminaría aplastado en medio.

Un enorme constructo de piedra, un golem gris con forma de campeón de los enanosy con cuerpo pétreo, avanzaba hacia ellos entre pisadas que hacían temblar el propio bosque, mientras las enormes runas doradas de su cuerpo brillaban como relámpagos en una noche de tormenta.

Los dos colosos chocaron; el ser de piedra descargó un enorme martillo contra el golem de no-vida, quien rugió a través de los incontables rostros que cubrían su cuerpo mientras devolvía golpe por golpe y acompañaba cada envite con el sobrenatural poder del que le dotaban los cientos de espectros que le habían dado la vida; las almas de aquellos que formaban su grotesco cuerpo. El nigromante, sobrecogido por el choque entre los titanes, surgió de un vórtice de tinieblas a una prudente distancia del combate, y observó maravillado un feroz golpe de su monstruosa creación, tan potente que arrancó esquirlas de piedra al golem.

Otro trueno estalló en el negro cielo, la lluvia arreció y el brujo comprendió que había en juego poderes más allá de los suyos; comprendió que al fin había encontrado a un enemigo a su altura. Se volvió mientras las sombras rielaban a su alrededor para formar tentáculos de oscuridad, y vislumbró por primera vez a la mayor amenaza del ejército enemigo. Se trataba de una mujer que, como sus hermanos de raza, era de escasa altura y de fuerte constitución, en contraste con el seco y enjuto aspecto del oscuro hechicero; la campeona de los enanos lucía largas trenzas del color del oro en lugar de barba. Runas de poder relumbraron a su alrededor mientras alzaba las manos hacia el cielo, como si desease invocar al trueno y al relámpago. Y, por lo que el nigromante sabía de los chamanes rúnicos de los enanos, era muy posible que pudiese hacerlo.

Los tentáculos espectrales que el pérfido hechicero había invocado chasquearon como un látigo cuando volaron hacia ella, pero, antes de que pudiesen alcanzarla, la chamán alzó una mano y un relámpago iluminó a ambos contendientes mientras descargaba su poder contra el nigromante. Trueno y tinieblas se encontraron, y estallaron en una explosión de poder que, de nuevo, dejó a los dos enemigos frente a frente; magia contra magia.

A su alrededor, mientras tanto, los dos ejércitos combatían bajo la lluvia y el oscuro manto de la noche. Los muertos no se rendirían ni retrocederían, eso era cierto, pero tampoco lo harían los enanos, al menos no hasta después de muertos. Defenderían Fuerte Levante hasta el final.

La batalla fue brutal. Los guardianes de Fuerte Levante combatieron sin miedo ni duda contra el sobrenatural enemigo, y finalmente lograron rechazarlo. Su victoria, si es que podía considerarse tal, se alzó sobre un manto de muerte y de sacrificio a cambio tan solo de contener un día más el avance de la marea no-muerta. Cuando los primeros rayos del amanecer cayeron sobre los defensores, rechazada ya la horda, los supervivientes cantaban con voces graves y profundas, todos ellos en torno a un túmulo levantado tras la batalla y que, tras quedar protegido mediante runas de gran poder que impedirían que fuese interrumpido el descanso eterno de los bravos guerreros, daba sepulcro a los caídos. La cerveza corrió en homenaje a los hermanos perdidos, y después los supervivientes alzaron sus armas en dirección al túmulo; la última despedida para aquellos que ya no volverían a empuñarlas.

La moral era baja entre los supervivientes. ¿Cómo podían derrotar a un ejército infinito que tan solo aguardaba a ser despertado? Y sin embargo, ¿cómo podían no luchar?

Fuerte Levante seguiría en pie un día más. Al menos, hasta que llegase la marea de enemigos que se cernían sobre el lugar, como si hubiesen sido invocados por fuerzas de más allá de la realidad. No eran solo no-muertos, pues también acudían a la guerra hordas de monstruos surgidos de los más oscuros rincones, desde feroces orcos hasta repulsivos hombres rata, pasando por criaturas demoníacas, infernales enanos y viles elfos, entre muchos otros.

Pero aún había esperanza. Como respuesta a la petición de ayuda de Fuerte Levante, muchos eran también los ejércitos que acudían a combatir la amenaza. Humanos, enanos, elfos e incluso halflings, además de maravillosas criaturas de la Luz y la Vida, se dirigían hacia allí en esos momentos, con pasos apresurados.

Fuerte Levante había llamado, y su llamada había sido escuchada. No combatirían solos.


JOAQUÍN SANJUÁN