Lobos de Grímnir 1: Lobos de Grímnir - Capítulo 1

19.11.2021


La daga descendió en la oscuridad y hendió la carne de la víctima; la sangre fluyó y las runas de poder resplandecieron una vez más, alimentadas por la vida que abandonaba al joven sacrificado. La mujer de pelo cano que empuñaba el acero mojó los dedos en el líquido vital y los lamió, extasiada. Caminó a lo largo de la docena de hombres y mujeres desnudos que se encontraban encadenados a las cuatro paredes de las mazmorras. Eran trece inocentes, de los cuales diez yacían ya muertos y cuya sangre fluía por surcos grabados en el suelo de piedra hasta dar forma a runas de sangre, símbolos de muerte y de Oscuridad.

La bruja, pues no cabía duda de que lo era, caminó despacio mientras lamía los restos de sangre de la daga, cuya hoja de mágico cristal negro parecía palpitar mientras desplegaba zarcillos de pura Oscuridad que ondeaban como negra brea en el agua. Pasó junto a una docena de cuerpos, aún calientes pese a que en ellos ya quedaba poca sangre y ningún hálito de vida. Entonces dos ojos le devolvieron una mirada aterrada, y la mujer, con absoluta calma, esbozó una siniestra sonrisa de dientes torcidos y negros y se detuvo ante su próximo sacrificio. Se tomó un momento para admirar el cuerpo desnudo del hombre y recordó que se trataba de un joven y prometedor caballero, uno de esos hombres de espíritu recto e inquebrantable llamados a combatir al mal y a la Oscuridad allá por donde pasan; uno de esos hombres, en definitiva, destinados a hacer del mundo un lugar mejor.

Detestaba a los caballeros, farsantes todos ellos. No, no existían ya hombres así. La época de los héroes había pasado hacía tiempo; ahora solo quedaban los monstruos.

Realizó varios cortes en el hombre para que la sangre fluyese, y, tras terminar, se echó atrás para admirar su obra mientras lamía de su daga la sangre del héroe caído. En esa ocasión había optado por hacer cortes algo más pequeños, cortes que, si bien bastarían para que se desangrase, le garantizaban que este sacrificio en particular tardaría bastante en morir. Quería ver el miedo en su mirada mientras se sentía apagarse; nada le resultaba tan satisfactorio como quebrantar a un hombre inquebrantable.

Comenzó a caminar de nuevo, esta vez en busca de su víctima número doce. La sangre que corría por las runas grabadas en el suelo comenzaba ya a bullir, señal de que el ritual se acercaba a su punto álgido. Pero no era suficiente; todavía no. Necesitaba más sangre. Necesitaba más muerte.

Se detuvo ante una joven particularmente bonita y de grandes ojos castaños de cervatillo que la miraban con miedo, pero sin derramar lágrimas.

«Así que quieres ser fuerte hasta el final, ¿eh?», pensó la bruja mientras se lamía los restos de sangre de los labios. «Bien. Veremos lo que tardo en conseguir que llenes de lágrimas esos bonitos ojos. Y cuando lo hagas, te los sacaré».

La bruja acarició uno de los pechos desnudos de la chica y retorció el pezón con fuerza, lo que provocó en su víctima un grito de dolor y de sorpresa. Sonrió, convencida de que hacerla llorar sería más fácil de lo que esperaba, y dispuso la daga.

Entonces, cuando la hoja de cristal negro rozaba ya la piel de la prisionera como si de la mano de un tierno amante se tratase, la bruja se detuvo y miró hacia arriba, como si allí hubiese algo que tan solo ella podía ver.

―Maldita sea ―farfulló muy molesta―. ¿Por qué no pueden dejarme en paz? ¡Por una vez, al menos!

Hundió sus ojos negros y crueles en los de la joven mientras trataba de decidir si terminaba con ella antes de ocuparse de lo que sucedía arriba. Tan solo hacía falta una certera puñalada, nada más. Así de frágil es la vida. Una gota de sangre brotó del punto en el que apoyaba la afilada hoja, y la víctima, consciente de lo que iba a sucederle, pero incapaz de impedirlo, cerró los ojos a la espera de su fin.

Un estruendo en el piso de arriba desvió de nuevo la atención de la bruja, quien apartó la daga de la joven desnuda. ¡El enemigo estaba demasiado cerca! Si no tomaba medidas de inmediato, se arriesgaba a que echase a perder el ritual. La chica de grandes ojos tendría que esperar.

―Maldita sea ―gruñó de nuevo.

Se dirigió hacia la gruesa puerta de hierro y madera maciza de la mazmorra, pero, antes de llegar hasta ella, la bruja se esfumó entre las sombras de la estancia.

La joven a la que había estado a punto de matar supo que no tendría otra oportunidad: si quería sobrevivir, debía encontrar la manera de liberarse de los grilletes. Comenzó a tirar de estos, pero no cedían. Un gran estruendo resonó en el piso de arriba como si algo hubiese estallado, y la prisionera intensificó los tirones mientras hacía lo posible por ignorar el mordisco del hierro frío en sus muñecas, por las que corría la sangre a causa de sus desesperados esfuerzos. Escuchó otro ruido, pero esta vez parecía encontrarse más próximo.

Incapaz de liberarse, la chica dejó caer la cabeza sobre su pecho y sollozó en silencio.

Era imposible. Estaba muerta.

Algo cayó rodando por la escalera y, durante unos breves instantes, un grito rompió el silencio que los envolvía. Después, nada. Eso era todo; así caían los falsos héroes.

Unos pasos avanzaron por el largo pasillo repleto de celdas, hasta que finalmente la puerta del calabozo se abrió con un chirrido que ponía los pelos de punta. La joven alzó el rostro, embargada por una última esperanza de salvación. Pero entonces la bruja se adentró en el calabozo con paso renqueante y entre quejidos de protesta, lo que hizo que las esperanzas de la aterrorizada joven se hicieran añicos.

―Bien, ¿por dónde iba? ―Recorrió con la mirada las paredes repletas de cuerpos, hasta que por fin encontró a la chica de grandes ojos castaños―. ¡Ah, sí! Estaba contigo, ¿eh? ¿Pero qué veo? ¿Son lágrimas eso que empañan tus bonitos ojos? ―Se dirigió hacia ella con la daga de cristal negro en la mano; zarcillos de sombras se arremolinaban a su alrededor―. ¡Ah, estúpida mujer! Pensaba matarte despacio para hacerte llorar, pero ahora le has quitado toda la gracia. ¡Estúpida, estúpida!

―¿Qué tal si primero acabas lo que has empezado ahí fuera, bruja?

La aludida se volvió hacia la puerta, en cuyo umbral se recortaba una figura de escasa estatura pero fornida; una figura cubierta por una capa de color verde oscuro y con la cabeza coronada por una cresta de abundante pelo blanco, a juego con la barba corta que lucía y en contraste con las oscuras prendas que vestía. La bruja lanzó un siseo de odio. La joven prisionera, por su parte, abrió los ojos como platos al advertir que se trataba de un Hijo de la Piedra y del Fuego; de un dvergar. Hasta ese momento siempre había creído que se trataba de un mito. «Como las brujas», pensó mientras forzaba una sonrisa cargada de ironía.

―¡Tú! ¡Pero ya me había ocupado de ti! ―bramó la tenebrosa y decrépita mujer.

―Pues debiste hacerlo mejor.

El intruso, claramente maltrecho, cargó contra la bruja mientras esta comenzaba a recitar antiguas palabras de oscuro poder. Pero antes de que fuese capaz de invocar los poderes impíos que dominaba, un puño se estrelló contra su rostro y la arrojó al suelo, lo que interrumpió su siniestra brujería. Con un grito de triunfo el dvergar alzó un hacha y lanzó un golpe de barrido con ella; la mujer alzó los brazos en respuesta, como si fuese capaz de detener acero con las manos desnudas. No fue así. La hoja cercenó tres dedos grises y finos como sombrías lombrices antes de hundirse en el pecho de la bruja, quien lanzó un alarido más de ira que de dolor y, con los ojos sobre el intruso, entonó de nuevo una siniestra letanía. Este, al advertirlo, arrancó el arma de un tirón y de un certero revés le cercenó el cuello con la afilada hacha. La cabeza rodó por el suelo hasta detenerse junto a una pared, con los ojos negros todavía clavados en el guerrero y el cabello blanco derramado por el suelo, a su alrededor. La inhumana voz de la criatura aún recitaba los siniestros cánticos de un conjuro, cánticos que ganaban intensidad a cada momento, lo que indicaba que se encontraba cerca de culminar la oscura invocación.

El dvergar sostuvo el hacha con la zurda mientras usaba la otra, la diestra, para empuñar una ballesta de mano cargada que colgaba de su cinturón y, con mano firme, apuntó y disparó. El virote de punta de plata se hundió en uno de los ojos negros de la bruja y, esta vez sí, su horrible voz calló para siempre.  

JOAQUÍN SANJUÁN

¡Sigue la historia en LOBOS DE GRÍMNIR!