Relato: Manos frías (Soldados de lo Imposible)
12.04.2022

Con la ya inminente publicación de mi última novela, Soldados de lo Imposible, que saldrá a la venta el próximo mes de junio, publicada por Valhalla Ediciones, va siendo hora de ofreceros un pequeño adelanto que servirá como prólogo de dicha novela. Se trata del relato Manos frías, relato que, de hecho, se incluye en la novela precisamente como prólogo. Cabe destacar que este relato fue el ganador absoluto del 1er Certamen de Relatos Área Pulp, celebrado en el 2019. Queda, pues, a vuestra disposición. ¡Espero que os guste!
MANOS FRÍAS
I
Amberes.
Julio
de 1585. Guerra anglo-española.
La
tormenta rugía en el cielo negro, y la lluvia caía sobre docenas de
cadáveres que se amontonaban junto al río Escalda, en cuyas aguas
flotaban no pocos cuerpos entre restos de lo que, hasta hacía poco,
había sido un colosal puente obra de los españoles, sitiadores de
la prestigiosa ciudad flamenca de Amberes. El penetrante olor a
sangre y a pólvora que todavía sobrecargaba el ambiente quedó
levemente mitigado por el reciente y fresco olor a lluvia, lo que
llevó a los soldados que caminaban entre los cuerpos a dar gracias
al cielo por el breve pero necesario respiro. Eran una docena, todos
ellos parte de los tercios del ejército español que servía bajo
las órdenes del mismísimo Alejandro Farnesio; hombres cansados y
desmoralizados después de que los asediados hubiesen lanzado
barcos-bomba contra el puente que debía facilitar a los españoles
el acceso a la ciudad asediada, al puente en el que llevaban meses
trabajando. Ahora, de tan portentosa obra, tan solo quedaban restos
que flotaban en el río, a la deriva entre los cuerpos de aquellos
soldados a los que había alcanzado la terrible explosión.
Desmoralizados y heridos, la docena de afortunados supervivientes se
afanaba en buscar a otros compañeros con vida antes de emprender el
regreso junto a los suyos. Los holandeses les habían propiciado un
severo golpe, pero eran soldados españoles: no se rendirían hasta
diez minutos después de muertos, puede que ni tan solo entonces.
-Señor,
hay alguien allí, entre los cadáveres.
Los
soldados españoles desenfundaron sus aceros ante el aviso de su
compañero y buscaron con la mirada al posible enemigo, deseosos de
derramar la sangre de aquellos que habían vertido la de los suyos.
Sus miradas confluyeron sobre una solitaria figura y, atónitos,
permanecieron inmóviles a la espera de órdenes. Una mujer, hermosa
y de cabellos dorados, los observaba como si de una aparición
celestial se tratase; como una flor que lograba prevalecer en un
campo cargado de muerte y miseria.
El
oficial del grupo, un hombre de cabello entrecano y cuyo ojo
izquierdo estaba cubierto por un pañuelo ensangrentado, se adelantó
para acercarse a la extraña mientras, con un gesto, ordenaba a sus
hombres que enfundasen sus aceros. No acometerían contra una dama.
-¿Quién
vive?
-Mi
buen oficial, mi nombre carece de importancia -indicó la mujer con
una dulce sonrisa-. Estoy aquí para daros a vos y a vuestros
hombres la oportunidad de rendiros.
Si la
desconocida hubiese echado a volar allí mismo, no habría por ello
causado un mayor estupor a los soldados del que provocó con sus
palabras. Las risas burlonas no tardaron en escucharse a espalda del
oficial, quien dejó escapar un suspiro de hastío y, alcanzada la
mujer, atenazó su brazo con mano de hierro.
-Vendréis
con nosotros.
No
fue una petición; ni tan solo lo dijo con voz amable. Era el tono de
alguien acostumbrado a dar órdenes y que ha tenido un día muy, muy
malo. La aludida, sin embargo, se limitó a clavar en él sus ojos
verdes.
¡Sangre de hombre
muerto, negros huesos
en tierra impía y
cántico oscuro;
almas perdidas entre
los vivos!
¡Mi voz os invoca, yo
os conjuro!
Algunos de los hombres, los más supersticiosos, se santiguaron ante
el cántico de la mujer, cuyas palabras rezumaban maldad y herejía.
Otros, sin embargo, se limitaron a intercambiar miradas de
incredulidad, sin saber bien qué hacer con la extraña. Resultaba
evidente, a su parecer, que estaba completamente loca.
-No
acostumbro a golpear a las mujeres, pero si volvéis a abrir la boca
os la cruzaré de un bofetón -advirtió el oficial, con la mano
aún ceñida en torno al brazo de la extraña.
Una nube negra descendió entre la tormenta y arremetió contra los
soldados españoles, quienes se arrojaron al suelo ante el temor de
un ataque enemigo. Sin embargo, nada ocurrió, y cuando al fin se
atrevieron a alzar la mirada, se encontraron con que docenas de
cuervos de ojos rojos como la sangre recién derramada se posaban
entre los cadáveres; unos pocos incluso sobre la mujer. Resultaba
desconcertante, pero lo más extraño de todo era que, en lugar de
alimentarse de los muertos, las siniestras criaturas se limitaban a
observar a los hombres en medio de un silencio sobrenatural que tan
solo la tormenta se atrevía a romper.
-Deberíamos
marcharnos -dijo un soldado mientras tanto él como sus compañeros
y el propio oficial se incorporaban para tratar sin demasiado éxito
de recuperar la dignidad perdida-. Podría ser una bruja, y no es
sensato molestar a las de su clase.
El oficial, consciente de que debía actuar con premura si no quería
perder la moral de sus hombres a causa de las supersticiones propias
de los soldados, se encaró de nuevo con la mujer y alzó la mano,
dispuesto a golpearla. Sin embargo, antes de que pudiese causarle
daño alguno, advirtió movimiento tras ella.
-¡Agrupaos!
-gritó temeroso de que fuese una emboscada por parte de holandeses
dispuestos a rematar lo que sus explosivos habían empezado-.
¡Desenfundad y aprestaos para el combate! ¡Por Santiago!
La maltrecha docena de soldados españoles se reunió en prieta
formación con los aceros en las diestras y las dagas en las
siniestras, mientras buscaban a un enemigo que se servía de la
oscuridad para ocultarse.
-¡Allí!
-gritó uno-. ¡Veo dos!
-¡Otros
tres a nuestra derecha!
-¡Señor,
hay dos más junto al río!
-¡También
nos han cortado la retirada! ¡Tendremos que combatir! ¡Por
Santiago!
El oficial lanzó una maldición. ¿Cómo era posible que los
hubiesen rodeado con tal premura sin que se diesen cuenta? ¿De dónde
habían salido tantos holandeses de repente? Estaba seguro de que la
mujer había sido el cebo de una trampa bien elaborada, y lamentaba
haber sido tan necio como para caer en ella.
-¡Señor,
son de los nuestros! ¡Son españoles!
Los hombres estallaron en vítores ante la feliz noticia; su oficial,
mientras tanto, se dirigió hacia los recién llegados en busca de
respuestas. ¿Los habían enviado a por ellos o quizá había
sucedido alguna desgracia en el campamento? Dios no quisiera que se
tratase de otro intento de asesinato contra el ilustre Alejandro de
Farnesio; habían conseguido evitar el primero por demasiado poco.
La mujer, olvidada ante la presencia de refuerzos, echó a reír. Era
una risa dulce y clara, hermosa incluso. Cuando los recién llegados
alzaron sus armas para hender y acuchillar a sus antiguos compañeros,
los gritos de los soldados españoles se confundieron con las
carcajadas de la bruja, ebria de muerte y del olor de la sangre
fresca.
Fue una matanza brutal. Los soldados trataron de defenderse con sus
aceros, incapaces de utilizar las pistolas de pólvora que, empapadas
por la lluvia, se negaban a disparar. Espada y daga en mano
combatieron como españoles, como los conquistadores de todo un
mundo, pero, para su sorpresa, el enemigo no parecía sentir sus
envites ni el beso de sus armas. Allí donde los soldados hundían su
acero, el enemigo se limitaba a devolver el golpe, pese a que lo
hacía de forma torpe y lenta. Era, sin embargo, suficiente para
derramar la sangre de unos soldados que, entre el agotamiento, la
escasa moral y lo inesperado de los envites, no alcanzaban a desviar
los contraataques.
Uno a uno los españoles fueron cayendo. La mayoría, los
afortunados, lo hacían antes de comprender qué era lo que realmente
estaba sucediendo; otros, unos pocos, conseguían que entre las
brumas de la confusión se abriese paso la comprensión, y con ella
el deseo de que todo acabase lo más rápido posible. Tan solo uno de
ellos, un joven recluta, decidió en medio de la masacre que no tenía
sentido morir allí. Con el corazón desbocado echó a correr por
donde habían venido, tan rápido como su juventud y sus fuertes
aunque cansadas piernas le permitían. A una señal de la mujer media
docena de sus criaturas fueron tras él con pasos pausados, casi
arrastrando los pies. No importaba. El chico podía correr, pero en
algún momento tendría que descansar. Esos repugnantes seres, en
cambio, solo se detendrían cuando diesen con él. Hasta entonces
vivía tiempo prestado.
Pronto las espadas acallaron los gritos y solo quedó muerte a su
alrededor. La mujer, complacida, acarició el rostro de uno de sus
sirvientes, quien en el pasado fuese un piquero español, antes de
que, a causa de la explosión del puente, una piedra le destrozase
parte del cráneo. Otro, a su lado, arrastraba las tripas cuando
andaba, lo que dejaba un rastro de inmundicia a su paso. Una tras
otra todas las miradas convergieron en la bruja a la espera de que su
señora les diese órdenes. Eran miradas vacías y carentes de vida,
pero eso no hacía a esas criaturas menos peligrosas.
La bruja alzó las manos, frías como la muerte, y
rompió en dementes carcajadas mientras sentía fluir los poderes
oscuros por todo su ser.

II
Las
piernas apenan le sostenían, su mente comenzaba a hervir de fiebre y
hacía ya un rato que había dejado atrás tanto espada como daga,
enterradas cada una en el cuerpo de uno de sus macabros y
antinaturales perseguidores. El superviviente, sin embargo, no se
rendía, pese a que sus fuerzas no alcanzasen más que para
arrastrarse miserablemente en un desesperado intento por escapar de
un enemigo tan implacable e inevitable como la propia muerte. Pero lo
peor no era la certeza de que no saldría con vida de aquella
persecución, ni tampoco el hedor a carne muerta que lo perseguía en
su huida. No, lo peor de todo eran los gemidos que acompañaban al ya
de por sí terrible hedor; los lamentos de los muertos y de los
condenados, capaces de arrastrar al más cuerdo y valiente de los
hombres a la locura más desesperada.
-¡Por
España y por Santiago!
El fugitivo alzó la cabeza en su lamentable arrastre y sus ojos se
iluminaron por primera vez desde hacía mucho tiempo, pero fue solo
un instante. ¿Cómo sabía que aquel grito no era fruto de su mente
agotada y febril? A fin de cuentas sus compañeros habían sido
masacrados por aquellas aberraciones de la naturaleza y no había
nadie que supiese por lo que estaba pasando. ¿Cómo, en nombre de
Dios, podían haber enviado ayuda alguna?
-¡Por
España y por Santiago!
Las lágrimas anegaron los ojos del joven soldado, quien decidió
que, si aquello era fruto de su mente, bien valía la pena morir con
ese grito en su boca y en su corazón. Resuelto se incorporó como
pudo, recogió del suelo una piedra de considerable tamaño y se
enrolló la capa en el brazo a modo de escudo, dispuesto a vender
cara su vida.
-¡Por
España y por Santiago!
El grito, en esta ocasión, salió de sus temblorosos labios con la
intención de darse valor para encarar el inevitable final.
No tardó en ver a las imposibles criaturas que lo perseguían,
cadáveres maltrechos que arrastraban los pies en su dirección y
avanzaban envueltos en siniestros gemidos, con las manos frías
sujetando torpemente armas rotas y cubiertas de sangre seca; el
zumbido de una nube de moscas los acompañaba. El soldado aguardó a
que estuvieron más cerca, y entonces, tras un último pensamiento
dedicado a una dulce muchacha a la que nunca volvería a besar, se
lanzó hacia los seis seres de ultratumba. Fuese por el ímpetu
nacido de la desesperación o simplemente por un golpe de suerte
logró enterrar la roca en el cráneo de uno de ellos, el cual se
derrumbó y quedó inerte en el suelo, desmadejado como una marioneta
a la que han cortado los hilos. Durante un breve instante el joven
disfrutó su pequeña victoria, antes de que los otros cinco se
echasen sobre él. Se defendió con la ferocidad nacida de la
desesperación; un puñetazo a uno, un empujón a otro, una espada
desviada con el brazo envuelto en la capa, una patada en la rótula a
otro. La muerte ya estaba allí y era cuestión de segundos que lo
arrastrase con ella.
-¡Por
España y por Santiago!
Una espada cercenó la cabeza del muerto viviente que estaba a punto
de arrancarle el cuello de un mordisco y una daga desvió un torpe
tajo dirigido al vientre del joven y desesperado soldado. Este,
aturdido y confuso, advirtió que un hombre se abría paso entre las
horrendas criaturas a golpe de acero. Su piel tostada y el cabello
oscuro que sobresalía a jirones del pañuelo que cubría la cabeza
del desconocido, así como su inconfundible esgrima de origen
español, hicieron comprender al fugitivo que no se trataba de un
enemigo holandés. La bandera cosida sobre el deteriorado coselete de
cuero del soldado, pues resultaba evidente que lo era, mostraba el
aspa roja de la cruz de borgoña sobre fondo blanco; la bandera de
los tercios españoles. Las lágrimas acudieron de nuevo a los ojos
del joven, solo que en esta ocasión eran de alegría y de esperanza.
Resuelto arrancó el arma rota de las manos de la criatura decapitada
por el extraño y la alzó justo a tiempo para detener el torpe
envite de otro de los muertos vivientes, quien le acometía con una
maza de armas. Con las piernas separadas y ligeramente flexionadas el
soldado retrocedió un par de pasos para guardar la distancia,
mientras buscaba un hueco por el que superar a su enemigo. Esos seres
podían ser torpes y lentos, pero hacía mucho tiempo que había
aprendido a no subestimar a rival alguno. La estúpida criatura trató
de golpearlo de nuevo, pero, en esa ocasión, estaba preparado, y le
resultó muy fácil esquivar el envite, al tiempo que se adelantaba
un paso, y, tras girar sobre su pie, lanzó una cuchillada hacia el
rostro de la criatura, con tal tino y fortuna que la espada quebrada
que blandía quedó enterrada hasta la empuñadura. El muerto
viviente cayó al suelo, y la muerte lo alcanzó de nuevo; los
siniestros gemidos se habían extinguido.
Cuando alzó la mirada en busca de nuevos enemigos, advirtió con
sorpresa que el extraño lo miraba complacido mientras se rascaba la
barba oscura. A sus pies yacían las otras cuatro criaturas, todas
ellas derrotadas en menos tiempo del que a él le había llevado
despachar a solo uno de esos seres.
-No
está mal, chico -dijo el espadachín-. No está nada mal.
El aludido quiso responder, pero las escasas fuerzas que le había
proporcionado la subida de adrenalina se desvanecieron, y con ellas
también lo hizo él. Su último pensamiento antes de verse
arrastrado a la oscuridad de la inconsciencia fue que, al menos,
había conseguido salvar la vida.
Cuando despertó, cubierto por una manta de lana remendada y con una
mochila haciendo las veces de almohada, lo primero que vio fue a un
obeso sacerdote inclinado sobre él. Este, sin un solo pelo en toda
la cabeza y con una máscara de cuero blanco que cubría una parte de
su rostro, tal vez para ocultar una herida, asintió muy serio al
verlo despierto y se volvió hacia alguien que había a su espalda.
-Se
recuperará, no tiene heridas serias. Sin embargo, el agotamiento
hizo mella en él.
Solo entonces advirtió el joven soldado que se encontraba en el
mismo lugar en que había caído, rodeado por los restos de los
muertos vivientes despachados. Cuando el soldado que lo había
salvado se acercó a él y lo escrutó con mirada satisfecha,
comprendió que debía ser compañero del orondo sacerdote.
-¿Podría
beber un poco de agua, por favor? -El soldado se incorporó en el
catre, todavía confuso por lo sucedido.
-Podríais,
pero creo que preferiréis esto -respondió Zanini mientras le
tendía una bota de vino, obsequioso.
Tras un par de sorbos para calmar la sed y aclararse la garganta, el
joven alzó la mirada hacia el espadachín y el sacerdote sin saber
qué decir.
-Sería
de gran utilidad que nos contaseis lo que sucedió -pidió el padre
Mendoza, como si fuese capaz de leer su torturada expresión-.
Llevamos semanas rastreando a una bruja por todo Flandes; a una
diabólica mujer que se alimenta de la muerte producida por la guerra
entre ingleses y españoles. Pero vos ya os habéis tropezado con
ella, ¿no es así?
-Buscábamos
supervivientes en los alrededores del puente, después de que los
holandeses lo hicieran volar en pedazos con sus barcos cargados de
explosivos -explicó el joven con angustia-. Sin embargo,
encontramos a una mujer rubia y hermosa que resultó ser una bruja.
Recitó lo que sin duda debió ser un conjuro impío, y los muertos
se alzaron para matarnos. Tan solo yo logré sobrevivir, pues con
vergüenza debo confesar que hui al ver a tan terribles seres, pero
estos me persiguieron por orden de la bruja, o al menos creo que
debió ser por eso. Pero permitid que me presente: mi nombre es
Zacarías el Errante; mis compañeros me llaman así por mi costumbre
a pasear en silencio durante las largas horas de guardia.
-Yo
soy el padre Mendoza y mi compañero es Sandro Zanini, discípulo del
mismísimo Jerónimo Sánchez de Carranza y el mejor espadachín que
han visto mis cansados ojos. Pero ahora descansad, nos ocuparemos de
esa bruja y de los muertos vivientes cuando hayáis recuperado las
fuerzas.
-¿Nosotros
tres solos?
-En
realidad lo mejor sería que vos regresaseis junto a los vuestros. Mi
compañero y yo somos cazadores de brujos; esta no será nuestra
primera cacería ni, espero, tampoco la última. Pero ahora
descansad, y hacedlo con la certeza de que vuestros compañeros serán
vengados.
El aludido asintió con torpeza y volvió a tumbarse, ya que sentía
vértigos. Consternado volvió a cubrirse con la manta y se llevó
las manos a los oídos, entre lamentos. ¿Por qué volvía a escuchar
los gemidos de los muertos? Se echó el aliento en las manos para
tratar de entrar en calor; estaban heladas.

III
El
cielo lucía cargado de nubes bajas que le daban un aspecto gris y
plomizo, como grises y plomizos eran los ánimos de los tres hombres
que caminaban bajo él entre cadáveres y ruinas. Zanini abría la
marcha con toda su atención puesta en aquello que iban encontrando a
su paso, pues el sobrenatural enemigo al que se enfrentaban podía
ocultarse en cualquier sombra o recodo. Tras él caminaba cabizbajo y
aturdido el joven soldado al que unas horas antes habían rescatado,
ahora con sus heridas cubiertas por vendajes limpios y algo más
descansado, pese a que nada de esto parecía mejorar su ánimo.
Cerraba la marcha el padre Mendoza, con la calva cabeza cubierta por
la capucha de su túnica, prenda que, si bien en su origen debió ser
blanca y dorada, la larga temporada que el sacerdote llevaba en
Flandes junto a su compañero, la había vuelto sucia y remendada,
como si de otro reflejo de los ánimos de los tres hombres se
tratase.
-Debiste
regresar al campamento -refunfuñó el padre Mendoza-. Bastante
tenemos con cuidar de nosotros mismos como para ocuparnos también de
ti, muchacho.
-No
necesito que nadie cuide de mí. Todo lo que me hace falta es mi
acero y mi valor, y os juro por Dios que ninguno de los dos me
fallará en este lance. Además, ¿cómo si no ibais a reconocer a la
bruja? ¿O acaso pretendéis quemar a cada mujer con que os crucéis?
-No
sé él, pero yo pretendo evitar que nos embosquen -intervino
Zanini-. Sería de mucha ayuda que ambos guardaseis vuestras pullas
para cuando regresemos al campamento.
De pronto el joven soldado lanzó un grito de dolor y se derrumbó.
Arrodillado en el suelo se sujetó la cabeza con las manos y gritó
de nuevo; los lamentos de los muertos acuchillaban su mente y
torturaban su alma. El padre Mendoza se agachó a su lado para
ponerle la mano sobre la frente y, tras susurrar palabras sagradas,
cerró los ojos. No tardó en abrirlos de nuevo, impactado por lo que
acababa de percibir.
-Está
en su mente, Zanini. La bruja está en su mente.
El susurro del acero al abandonar su vaina alertó al joven soldado,
quien lanzó al espadachín una mirada cargada de desesperación.
-¡No!
-exclamó asustado-. Estoy bien. Ya... ya se ha ido. Por favor,
no me hagáis daño.
Zanini lanzó una mirada inquisitiva a su compañero, quien realizó
un gesto sutil para indicarle que enfundase el arma.
-Si
esa bruja ha sembrado su oscura semilla en vuestro interior, todos
estamos en peligro -explicó el sacerdote-. Parece que ha sido
buena idea que nos acompañaseis, después de todo. Así al menos
alejamos el peligro del campamento y de don Alejandro de Farnesio.
Sería trágico que le sucediese algo, por no hablar de la terrible
pérdida que supondría para nuestro rey. Pero decidme, ¿tenéis
idea de cómo ha pasado esto?
El aludido negó con la cabeza; tenía la mente demasiado embotada
para pensar con claridad. Entonces, sin saber bien lo que hacía,
desenfundó su daga y lanzó una rápida puñalada hacia el estómago
del sacerdote, pero un rápido movimiento del espadachín italiano
arrojó el arma al suelo al tiempo que arrancaba un grito de dolor al
joven. Este, tan sorprendido como sus compañeros por lo que acababa
de suceder, miró con desconcierto a un largo tajo carmesí que
atravesaba el dorso de su mano. Ni tan solo vio venir el puñetazo
que lo arrojó inconsciente al suelo.
Cuando despertó, Zacarías se encontraba mejor de lo que se había
encontrado desde hacía tanto tiempo que ni tan solo conseguía
recordarlo. Sin embargo, y para su disgusto, estaba atado de pies y
manos y arrojado junto a un árbol como si de un fardo se tratase.
Escrutó su alrededor hasta donde se lo permitían sus ataduras y
logró ver a sus captores, el sacerdote y el espadachín, dando un
bocado a cierta distancia, mientras hablaban en voz tan baja que no
podía escuchar ni tan solo sus susurros. Pese a eso había tenido
suerte, pues parecían tan absortos en su conversación que no le
prestaban atención. El joven extrajo una pequeña cuchilla de la
manga de su camisa y, con movimientos precisos, pero discretos,
comenzó a cortar sus ataduras sin perder de vista a sus captores.
Le llevó un rato, mucho más del que habría empleado de no tener
que preocuparse por ser descubierto, pero finalmente cortó la última
de sus ligaduras y, tras guardar de nuevo la cuchilla, se frotó las
muñecas y los tobillos con suavidad. Lanzó entonces una última
mirada a Zanini y al padre Mendoza y, sin ser visto, se deslizó
entre las sombras y el joven apodado El Errante desapareció con
premura. Nunca habría imaginado que una infancia dedicada al poco
noble arte del latrocinio le resultaría de tanta utilidad en
Flandes.
Sandro Zanini avanzaba en silencio, con el acero cubierto de sangre y
las ropas sucias y desgarradas. Tras él, con una acusada cojera,
avanzaba el padre Mendoza entre gruñidos provocados por el esfuerzo.
Una oleada de muertos vivientes se tambaleaba tras ellos, envueltos
en gemidos y moscas.
-Debí
matar yo mismo a ese gaznápiro -bufó el espadachín-. Juro que
si logro ponerle las manos encima voy a patear su flaco culo hasta
que...
-No
es su voluntad la que ha perpetrado semejante traición, mi buen
amigo -interrumpió el padre Mendoza-. Con toda probabilidad el
influjo de la siniestra mujer ha calado hondo en él, y ahora es muy
posible que se limite a seguir los impíos deseos de la bruja sin ser
siquiera consciente siquiera de sus propios actos.
-Sí,
sí. Menos hablar y más caminar, o no podremos escapar.
Haciendo caso omiso de la advertencia de su compañero, el sacerdote
se detuvo y volvió la mirada hacia la oleada de abominables seres
que les daban caza. Con un suspiro cargado de resignación, pues
ambos eran conscientes de que nunca conseguirían escapar de ellos,
extrajo un arrugado pergamino de entre los pliegues de su túnica y
lo desenrolló con tanta calma que el espadachín comenzó a rechinar
los dientes con impaciencia.
-No
sé si es el mejor momento para...
-Silencio.
De mala gana Zanini obedeció, pues sabía bien que no servía de
nada discutir con su compañero. Consciente de que la huida terminaba
allí y resuelto a llevarse consigo a tantas de aquellas criaturas
como fuese capaz de arrastrar al infierno, desenfundó también la
daga y lanzó varios sesgos al aire; había pocas cosas que odiase
tanto como esperar sin hacer nada. Sin embargo, por suerte o por
desgracia para él, la horda de muertos vivientes pronto estuvo tan
cerca que el olor a muerte y descomposición que desprendía resultó
casi insoportable.
El espadachín no tardó en tornar los envites al aire por un baile
de acero bajo el que los seres de podredumbre que los acosaban caían
uno tras otro tan solo para dejar paso a una interminable marea.
Pero, para desconcierto de ambos, en lugar de arremeter contra ellos
las repulsivas criaturas se desplegaron a su alrededor y pasaron de
largo. Los cazadores de brujos intercambiaron una mirada de
incredulidad, pero permanecieron espalda contra espalda a la espera
de ver qué era lo que estaba sucediendo allí.
-Por
los clavos de Cristo, esa bruja es realmente diabólica -susurró
el padre Mendoza.
-¿Qué
pasa? ¿Qué es todo esto?
-Nos
han rodeado, Zanini. No nos atacan porque sus órdenes son impedir
que nos marchemos.
-¿Marcharnos
a dónde?
-Al
campamento, amigo mío. Piénsalo un momento: esa bruja tiene todo un
ejército a su disposición gracias a los muertos del asedio de
Amberes. Pero los brujos se alimentan de muerte, de las almas de los
vivos. ¿Para qué perder su tiempo con nosotros cuando puede dirigir
sus huestes hasta los soldados acampados a las afueras de la ciudad?
Además, gracias a ese chico ahora sabe bien dónde encontrarlos y
con qué defensas cuentan. Me temo, amigo mío, que, si no escapamos
de este cerco con prontitud, cuando logremos salir de aquí no
quedará nadie a quien salvar.
Amparada por las sombras, la bruja se relamía mientras observaba el
campamento español desde la lejanía. A su alrededor se extendía su
ejército de muertos vivientes, en cuyas filas los holandeses y los
españoles combatían con un entendimiento que no habían sido
capaces de alcanzar en vida. El joven soldado que los había
conducido hasta allí sonreía junto a su señora, satisfecho como un
perro bien entrenado por haber cumplido los deseos de la mujer.
-Arrasad
el campamento -ordenó la bruja-. Cuando sus almas alimenten mis
poderes y sus cadáveres engrosen mi ejército, seremos nosotros
quienes tomemos Amberes. No hay nada como la guerra para alimentar
los poderes de la Oscuridad, mi joven muchacho.
Los muertos vivientes avanzaron como un solo ser; como una marea de
muerte. El silencio que envolvía su avance, interrumpido tan solo
por sus lamentos, provocaron un escalofrío al soldado español que
los había conducido hasta allí.
IV
-Mi
señor, algo sucede en el campamento enemigo.
El aludido, un hombre fornido de largos mostachos canos, se acercó
al joven observador apostado en la muralla. Con el ceño fruncido
tironeó sus bigotes y trató de escrutar el horizonte en busca de
aquello que había llamado la atención de su subordinado, pero no
tardó en desistir con un suspiro de resignación. Su vista ya no era
lo que antaño había sido.
-¿Qué
es lo que ves?
-Da
la sensación de que se enfrentan a alguien -explicó el chico,
confuso-. Aunque lo más extraño es que entre sus enemigos parece
haber tanto soldados españoles como holandeses, a juzgar por sus
uniformes. Pero no es posible, mis ojos me estarán engañando.
El oficial reanudó los tirones de su bigote, pensativo. Aquello
podía resultar extraño, era cierto, pero no era menos cierto que se
trataba de la oportunidad que había estado esperando. Decidido se
volvió hacia uno de los soldados bajo su mando y se encaró con él.
-¡Transmite
la orden de que preparen a dos tercios de nuestras tropas, en diez
minutos saldremos hacia el campamento enemigo! No sé qué es lo que
está pasando allí, pero quizá este sea el milagro que
necesitábamos para derrotar a ese hideputa de Alejandro de Farnesio
y a sus malnacidos españoles. ¡Ve, deprisa!
El aludido echó a correr como alma que lleva el diablo. No sería él
quien desataría la ira del capitán, conocido entre sus soldados por
su feroz genio y su mal carácter.
-Esta
podredumbre es insoportable -gruñó Zanini, con el pañuelo, que
habitualmente usaba para cubrirse la cabeza, atado ahora en su rostro
a fin de que le sirviese de precaria protección contra la peste que
despedían los muertos vivientes-. ¿Cómo va ese truco de magia,
don?
-Iría
mucho mejor si te callases o si, al menos, dejases de llamarlo truco
de magia -gruñó a su vez el padre Mendoza, molesto por las pullas
de su compañero-. Si es que posees la voluntad necesaria para
permanecer en silencio durante cinco minutos, amigo mío, cosa sobre
la que albergo serias y muy razonables dudas.
El cerco a su alrededor permanecía inmóvil desde hacía rato, lo
que los convertía en prisioneros. El sacerdote, sin embargo,
murmuraba antiguas palabras de poder mientras gruesos goterones de
sudor le corrían por el rostro a causa del considerable esfuerzo que
estaba realizando. Cuando sintió que el conjuro sagrado estaba
llegando a su culmen echó mano a uno de los bolsillos de su túnica,
del que extrajo un puñado de tierra de la tumba de un hombre santo y
la dejó caer poco a poco a través de su puño.
Crux sancti patris
Benedicti,
Crux sacra sit mihi
lux,
non dráco sit míhi
dux.
Váde rétro Sátana!
Númquam suáde mibi
vana,
sunt mála quaë lébas.
Ipse venena bibas!
Un estallido de luz surgió desde el sacerdote y se extendió a su
alrededor. A su paso los muertos vivientes se desplomaban,
convertidos de nuevo en cadáveres después de que el padre Mendoza
deshiciese la nigromancia que los había obligado a alzarse.
-¡Al
campamento! -exclamó Zanini, entusiasmado ante la idea de entrar
al fin en batalla-. ¡Todavía podemos llegar a tiempo de salvar a
don Alejandro Farnesio y a su ejército!
-Dame
un respiro, por el amor de Dios -protestó su obeso compañero,
resollando.
-Don,
necesitáis perder peso. Me adelantaré, seguidme cuando podáis.
Antes de que el sacerdote pudiese esgrimir réplica alguna, el
espadachín se perdió entre los muertos que yacían amontonados a su
alrededor. Tras un par de minutos, necesarios para recuperar el
aliento, el padre Mendoza lo siguió con pasos apresurados y sin
dejar de refunfuñar durante todo el camino.
Le llevó un buen rato, pero al fin vislumbró el campamento del
ejército español. Sin embargo, donde esperaba encontrar a los
soldados ampliamente superados por un enemigo tan terrible como eran
los muertos vivientes, se maravilló al distinguir las formaciones
militares que tantas victorias habían granjeado a los tercios:
bloques de picas con mangas de arcabuceros, todo ello con el propio
Alejandro Farnesio al frente.
-¡Por
España y por Santiago!
El grito se alzó por encima del lamento de los zombies y llenó de
coraje y orgullo los corazones de los bravos soldados, cuyas espadas
y picas no descansaban ante la marea de muertos vivientes que los
acosaba. El estruendo de una ráfaga de disparos de arcabuces anunció
la consecuente lluvia de plomo, y no pocos de los decrépitos seres
cayeron destrozados por los impactos. Fascinado por la escena el
padre Mendoza no pudo evitar que esta le recordase a un torrente de
agua que se estrella contra una presa inamovible.
Pero no tenía tiempo para ensoñaciones ni fantasías, pues había
dos cosas que lo preocupaban enormemente en ese momento. La primera
era la ubicación de la bruja, pues sabía bien que la única manera
de derrotar al ejército de un nigromante es, literalmente, cortar la
cabeza que lo dirige. Lo segundo que lo preocupaba era que
dondequiera que estuviese esa mujer sin duda Zanini andaría cerca,
y, pese a sus incomparables habilidades con la espada, se encontraría
en seria desventaja contra alguien de semejante poder.
Miró con detenimiento a su alrededor en busca de su compañero,
hasta que lo vio a cierta distancia, peleando con uñas y dientes
contra los muertos vivientes que protegían a la bruja, en un vano
intento de llegar hasta ella.
El sacerdote trazó un círculo de tierra sagrada a su alrededor para
asegurarse de que los muertos vivientes no lograban darle alcance, y
cerró los ojos. La auténtica batalla estaba a punto de comenzar.
La bruja observaba extasiada a su ejército oscuro, portador de
muerte allá por donde pasaba. Si bien era cierto que esos malditos
españoles resistían por el momento, sabía que no tardarían en
derrumbarse ante un enemigo que resultaba imposible de vencer, pues
por cada soldado caído de las filas españolas, ella obtenía un
nuevo recluta.
Sorprendida advirtió que alguien tiraba de los poderes arcanos de
los que bebía para alimentar su nigromancia. Sin pararse a buscar al
responsable cerró los ojos y trató de concentrar todo el poder
posible en sí misma, decidida a utilizarlo contra aquel que osaba
desafiarla.
Si bien el sacerdote trató de oponer resistencia, poco a poco se vio
superado por las fuerzas oscuras que bullían en el interior de la
bruja. Eufórica por su inminente victoria, lanzó una carcajada de
júbilo que se truncó en un gorgoteo ahogado. Cuando abrió los ojos
y se llevó las manos al cuello advirtió que de él manaba un
torrente de sangre. Un espadachín español la miraba con desprecio;
su espada goteaba sangre fresca.
-Ah,
el viejo truco de "detrás de ti" -dijo Zanini con
sonrisa satisfecha-. Nunca falla.
La bruja se derrumbó al mismo tiempo que los poderes oscuros
abandonaban al ejército de muertos vivientes. Pronto el campo de
batalla quedó cubierto de cuerpos que habían muerto dos veces.
Cuando las tropas holandesas de Amberes llegaron al campamento, no
encontraron ni rastro de los soldados españoles. Estos, conscientes
de que su posición estaba comprometida, se habían apresurado a
recoger sus útiles y provisiones para marcharse de allí
apresuradamente en busca de otro de los campamentos que rodeaban la
ciudad. El oficial holandés se retorció el bigote con el rostro
rojo de ira, pues sus enemigos se le habían vuelto a escurrir entre
los dedos.
Una sombría figura se incorporó entre los cadáveres esparcidos
entre los restos del ahora vacío campamento español. El joven
Zacarías se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos, acosado
por fantasmales lamentos y por fuertes dolores de cabeza. En esta
ocasión incluso podía sentir los etéreos dedos de los espectros
que rozaban su cuerpo y le causaban gélidos escalofríos.
Entonces, sin más, el dolor se fue. El antiguo soldado alzó el
rostro; su expresión de dolor mudada por una siniestra sonrisa de
pura maldad. Sus ojos, negros como pozos de brea, lo señalaban como
poseído por los poderes oscuros.
-Me
vengaré -dijo en estremecedores susurros al tiempo que alzaba los
brazos hacia el cielo-. ¡Mi venganza caerá sobre los españoles y
sus almas alimentarán mis conjuros! ¡Me convertiré en...!
Un estallido de fuego y pólvora resonó tras él, y, desconcertado,
El Errante se llevó las manos al pecho ensangrentado mientras caía
al suelo y el velo de la muerte lo cubría definitivamente. Tras él,
con un arma de pólvora humeante todavía apuntando al cadáver,
surgió un hombre alto y de rostro afilado. Con la calma que otorga
la práctica, el puritano -pues debía serlo, según indicaban sus
ropas y su sombrero, todo ello de color negro- avanzó un par de
pasos, desenfundó su acero y cercenó de un certero tajo la cabeza
del novicio.
-Puede que se me
hayan adelantado con esa maldita bruja, pero por Dios que no me iré
con las manos vacías -dijo tras enfundar la pistola y mientras
limpiaba la espada con la capa del cadáver-. Ahora, al sur.
Todavía me queda un largo camino hasta África.
Sin más, Solomon Kane retomó su solitario viaje.
JOAQUÍN SANJUÁN